En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Innombrable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo.
Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehusan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo.
Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma.
Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre.
El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Bajo las resoluciones firmes se yergue el puñal; los ojos llameantes presagian el crimen.
Jamás el espíritu dubitativo aquejado de hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza – vicios más nobles que todas sus virtudes – se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis…
Las certezas abundan en ellas: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstruiréis el paraíso. ¿Qué es la caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo – tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror -, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta…
No escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no proponen nada, porque – verdaderos bienhechores de la humanidad – destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a un Pirron que junto a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente encontraremos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta…
En cuanto eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su histeria, su bien, imponérosla y defiguraros.
Un ser poseído por una creencia y que no busque comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración con sus reglamentos – metafísica para uso de monos… Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los incurables: las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores.
El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente…
Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir “nosotros” con una inflexión de seguridad, invocar a los “otros” y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo tan odioso como los tiranos y los verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los “puros” son sus agentes.
Se sospecha de los ladinos, de los bribones, de los tramposos; sin embargo no sabríamos imputarles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; no creyendo en nada no hurgan vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los “idealistas” arruinan.
Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más soportables que el despotismo de los principios; porque todos los males de la vida vienen de una “concepción de la vida”. Un hombre político cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto: y de corrupción…
El fanático es incorruptible: si mata por una idea puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza.
Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu se siente más seguro en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea… Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad…