Al final del espectáculo, el hipnotizador dijo a los
hipnotizados:
“Despierten”.
Algo extraordinario sucedió.
Uno
de los hipnotizados despertó del todo. Esto nunca antes había ocurrido. Su
nombre era George Nada y parpadeó entre el mar de caras en el teatro, al
principio sin ser consciente de nada fuera de lo habitual. Entonces observó,
moteadas aquí y allá en la multitud, las caras no humanas, las caras de los Fascinadores.
Habían estado allí todo el tiempo, claro, pero sólo George estaba realmente
despierto, así que sólo él les reconoció por lo que eran. Lo entendió todo en
un instante, incluso el hecho de que si daba alguna señal exterior, los
Fascinadores le ordenarían regresar a su anterior estado de inmediato, y él
obedecería.
Salió
del teatro hacia la calle, a la noche de neón, evitando cuidadosamente
cualquier indicio de que podía ver la carne verde reptil o los múltiples ojos
amarillos de los dominadores de la Tierra. Uno de ellos le preguntó: “¿Tienes
fuego, socio?”. George le dio fuego, y luego siguió su camino.
De
cuando en cuando, a lo largo de la calle, George veía los carteles colgantes
con fotografías de los múltiples ojos de los fascinadores y varias órdenes
impresas bajo ellos, tales como, “trabaja ocho horas, diviértete ocho horas,
duerme ocho horas” y “cásate y ten hijos”. Una TV en la
vidriera de una tienda captó su atención, pero logró desviar la mirada justo a
tiempo. Cuando no miraba al Fascinador en la pantalla, podía resistir la orden
de “sigue sintonizado esta emisora”.
George
vivía solo en una pequeña pensión, y apenas llegó a casa, lo primero que hizo
fue desenchufar la TV. Aunque podía oír la TV de sus vecinos en las otras
habitaciones. La mayoría del tiempo las voces eran humanas, pero de vez en
cuando oía los graznidos extraños y arrogantes, como de pájaro, de los
alienígenas. “Obedece al gobierno”, decía un graznido. “Somos el
gobierno”, decía otro. “Somos tus amigos, tu harías cualquier cosa por
un amigo, ¿no?”.
“¡Obedece!”
“¡Trabaja!”
De pronto, sonó el teléfono.
George contestó. Era uno de los Fascinadores.
“Hola”, graznó. “Soy su control, el Jefe de policía Robinson.
Usted es un hombre viejo, George Nada. Mañana por la mañana a las ocho en
punto, su corazón se detendrá. Por favor, repíta”.
“Soy un hombre viejo”,
dijo George. “Mañana por la mañana a las
ocho en punto, mi corazón se detendrá”.
El control colgó.
“No,
no lo hará”, murmuró George.
Se
preguntó porqué le querían muerto. ¿Sospecharían que estaba despierto?
Probablemente. Alguien podría haberlo notado, haber observado que no respondía
de la misma manera que los demás. Si George seguía vivo un minuto más después
de las ocho de la mañana, lo sabrían con total seguridad.
“Es
absurdo esperar el final aquí”, pensó.
Salió
a la calle otra vez. Los carteles, la TV y las ocasionales órdenes de los
extraterrestres que encontraba, no parecían tener un poder absoluto sobre él,
aunque todavía una fuerte tentación de obedecer, de ver las cosas como su amo
quería que las viera. Pasó un callejón y se paró. Uno de los extraterrestres
estaba solo allí, apoyado en la pared. George caminó hacia él.
“Sigue
tu camino”, gruñó la cosa, enfocando sus letales ojos en George.
George
sintió vacilar su autodominio. Por un momento, la cabeza reptil se disolvió
dentro de la cara de un adorable viejo borracho. Por supuesto, el borracho era adorable.
George cogió un ladrillo y lo estrelló contra la cabeza del viejo borracho con
toda su fuerza. Por un momento, la imagen se distorsionó, luego la sangre
azul-verdosa salió de la cara y el lagarto cayó, encogiéndose y retorciéndose.
Un momento después estaba muerto.
George
arrastró el cuerpo hacia de las sombras y lo tanteó. Había una pequeña radio en
un bolsillo, un cuchillo y un tenedor curiosamente tallados en el otro. La
pequeña radio decía algo en un idioma incomprensible. George la dejó al lado
del cuerpo, pero se quedó con los utensilios de comer.
“No
hay posibilidad de escapar”, pensó George. “¿Por qué habría de combatirlos?”
Tal
vez pudiera. ¿Qué tal si lograba despertar a otros? Valía la pena intentarlo.
Caminó
doce manzanas hasta el apartamento de su novia Lil, y llamó a la puerta. Ella lo
recibió en bata.
“Quiero que despiertes”,
dijo él. “Estoy despierta”, dijo
ella. “Entra”.
George entró. La TV estaba funcionando. La apagó.
“No”, dijo él. “Quiero que despiertes de verdad”. Ella le
miró sin entender, así que chasqueó los
dedos y gritó, “¡Despierta! ¡Los amos te
ordenan que despiertes!”
“¿Estás loco, George?”
preguntó ella de modo suspicaz. “Estás
comportándote realmente raro”. Él la abofeteó. “¡Lárgate!” gritó ella, “¿Qué
demonios pretendes?”.
“Nada”, dijo
George, dándose por vencido. “Solo estaba
bromeando”.
“¡Abofetearme no es solo
bromear!” gritó ella.
Alguien llamó a la puerta. George la abrió. Era uno de los alinígenas.
“¿Podrían hacer menos ruido?”, dijo.
Los
ojos y la carne reptil se desvanecieron un poco y George vio la vacilante imagen
de un hombre gordo de edad mediana, en mangas de camisa. Aún era un hombre
cuando George le cortó el cuello con su cuchillo de cocina, pero era un alienígena
antes de caer al suelo. Lo arrastró dentro del apartamento y cerró la puerta de
una patada.
“¿Qué ves allí?” preguntó
a Lil, señalando la cosa-serpiente de múltiples ojos en el suelo.
“El señor… el señor
Coney”, susurró ella, con los ojos desorbitados de horror. “Lo has matado como si nada”.
“No grites” advirtió
George, avanzando hacia ella.
“No lo haré George.
Juro que no lo haré, sólo por favor, por el amor de Dios, suelta ese cuchillo”.
Retrocedió hasta que sus omóplatos tocaron la pared.
George se dio cuenta que era en vano.
“Voy a atarte”,
dijo George. “Primero dime en qué
habitación vivía el señor Coney”.
“La primera puerta a
tu izquierda, hacia las escaleras”, dijo ella. “Georgie… Georgie. No me tortures. Si vas a matarme, hazlo limpiamente.
Por favor, Georgie, por favor”.
La
ató con las sábanas de la cama y la amordazó, luego buscó el cuerpo del Fascinador.
Allí había otra de las pequeñas radios que hablaban un idioma extranjero, otro
conjunto de utensilios de comer, y nada más.
George
fue a la puerta de al lado. Cuando llamó, una de las cosas-serpiente respondió:
“¿Quién es?”.
“Un amigo del Señor
Coney. Quiero verlo”, dijo George.
“Salió hace un momento,
pero regresará”. La puerta se abrió con un crujido, y cuatro ojos amarillos
se asomaron. “¿Quiere entrar y esperar?”
“De acuerdo” dijo,
sin mirar a los ojos.
“¿Está solo aquí
dentro?” preguntó George, mientras la cosa cerraba la puerta, dándole la
espalda.
“Sí, ¿por qué?”
Le
cortó la garganta desde atrás, luego registró el apartamento. Encontró huesos y
calaveras humanas, una mano medio comida. Encontró unos tanques con unas
enormes y gordas babosas flotando dentro.
“Las crías” pensó, y las mató a todas.
Había armas también, de un tipo que nunca había visto antes.
Disparó una accidentalmente, pero por fortuna no hacía ruido. Parecía lanzar
pequeños dardos envenenados. Se la guardó en el bolsillo y tantas cajas de
dardos como pudo. Luego, volvió al apartamento de Lil. Cuando ella lo vio, se
retorció de terror.
“Relájate, cariño”
dijo él, abriendo su bolso. “Sólo quiero
tomar prestadas las llaves de tu coche”.
Tomó
las llaves y bajó por las escaleras a la calle. El coche estaba aparcado en el
mismo lugar de siempre. Lo reconoció por la abolladura en el guardabarros derecho.
Entró, arrancó, y comenzó a conducir sin rumbo fijo. Condujo durante horas,
pensando con desesperación, buscando alguna salida. Encendió la radio del coche
para ver si podía encontrar algo de música, pero no había nada excepto noticias
y eran todas sobre él, George Nada, el maníaco homicida. El locutor era uno de
los amos, pero sonaba un poco atemorizado. ¿Por qué debería estarlo? ¿Qué podía
hacer un solo hombre?
George
no se sorprendió al ver el control de carretera, y paró en una calle lateral
antes de llegar. “Ningún viajecito a la
cárcel para ti, Georgie”, se dijo a sí mismo.
Habían
descubierto lo que había hecho en casa de Lil, así que estarían probablemente
buscando su coche. Lo aparcó en un callejón y tomó el subte. No había alienígenas
allí, por algún motivo. Quizá tenían demasiada clase para tales cosas, o quizá
porque era muy de madrugada.
Cuando
por fin subió uno, George se bajó. Salió a la calle y fue a un bar. Uno de los
Fascinadores estaba en la TV, diciendo una y otra vez, “somos vuestros
amigos. Somos vuestros amigos. Somos vuestros amigos”. El estúpido
lagarto sonaba aterrorizado. ¿Por qué? ¿Qué podía hacer un solo hombre contra
todos ellos?
George
pidió una cerveza y, de pronto, le sorprendió la idea de que el Fascinador en
el TV no parecía tener ya ninguna fuerza sobre él. Lo miró de nuevo y pensó, “tiene que creer
que puede controlarme para poder hacerlo. La más tenue señal de miedo de su
parte y el poder de hipnotizarme se ha perdido”. Mostraron su foto en la pantalla
y George se retiró a la cabina telefónica. Llamó a su control, el Jefe de Policía.
“Hola, ¿Robinson?”
preguntó.
“Al habla”.
“Soy George Nada. He
descubierto cómo despertar a la gente”.
“¿Qué? George, no
cuelgue. ¿Dónde está?” Robinson se oía al borde de la histeria.
Colgó,
pagó y salió del bar. Probablemente rastrearían la llamada. Tomó otro subte y
fue al centro. Estaba amaneciendo cuando entró al edificio de los estudios de
TV más grandes de la ciudad. Consultó al portero del edificio y luego subió en
el ascensor. El policía en la puerta del estudio lo reconoció.
“¡Eh, usted es
Nada!”
balbuceó.
A
George no le gustó dispararle con el arma de dardos envenenados, pero tenía que
hacerlo. Tuvo que matar a varios más antes de entrar en el estudio, incluyendo
todos los técnicos que había. Se oían muchas sirenas de policía fuera, gritos
excitados, y pasos que corrían por las escaleras. El alienígena estaba sentado
delante de la cámara de TV diciendo: “Somos vuestros amigos. Somos vuestros
amigos”
y no vio entrar a George. Cuando George le disparó con el arma de dardos, simplemente
se paró a mitad de la frase y quedó sentado allí, muerto. George se acercó a él
y dijo, imitando el graznido del lagarto: “¡Despierten, Despierten! ¡Véannos como somos
y mátennos!”.
Fue
la voz de George la que la ciudad oyó esa mañana, con la imagen del Fascinador.
Entonces, la ciudad despertó por primera vez y la guerra comenzó. George no
vivió para ver la victoria final. Murió de un ataque al corazón exactamente a
las ocho en punto.
Título original: “Eight O’clock in the Morning”
Ray Faraday Nelson
(1963)
“Eight O’clock in the Morning” es la historia corta que inspiró el guión de la película "They Live!" de John Carpenter (1987)
Traducción: Christian
Giambelluca